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Déficit fiscal en el laberinto tarifario

La velocidad a la que se han venido atrasando las tarifas de servicios públicos en los últimos dos años es alarmante. Entre 2019 y 2021, el servicio de electricidad se ha abaratado en un 50% en el AMBA para un consumo tipo y 40% en el resto del país. En comparación con el anterior proceso de fuerte atraso tarifario (2002-2015) el ritmo de la caída actual es significativamente mayor: para alcanzar el abaratamiento actual del 50% en dos años se requirieron 6 años en el periodo anterior. La alta tasa de inflación genera que ante el mismo congelamiento nominal de la tarifa el atraso real y la divergencia entre precios y costos viajen a un ritmo mucho mayor.

La contracara de este fenómeno es el incremento del gasto público destinado a los subsidios. El 2021 concluyó con una factura para el Estado nacional de 11.000 millones de dólares en concepto de subsidios energéticos, un 150% más que los 4.400 millones de dólares que se habían destinado en 2019. Por lejos, esta es la partida que mayor desajuste ha generado en las finanzas públicas y es por ello que está en el centro del debate dado el compromiso asumido por el gobierno de reducir el déficit primario durante este año al menos a un 2,5% del PBI partiendo de 3,1%. Sin embargo, hay dos grandes escollos que parecen atentar contra una reducción del déficit por esta vía.

La primera es de carácter externo: el precio internacional de los combustibles que se utilizan para la generación de energía se encuentra en récords históricos. En relación al año pasado el precio del GNL, por ejemplo, se ha triplicado en dólares. El gobierno estaría especulando con una posible merma en los próximos meses, pero al mismo tiempo ha comenzado a licitar y adjudicar algunos cargamentos en estos valores para asegurarse el abastecimiento. Aunque sea solo una parte del costo total de la generación de energía, si las importaciones costarán tres veces más que el año pasado será difícil lograr reducir los subsidios. El segundo problema es puramente interno y político. Así como el año pasado no fue posible dentro de la coalición de gobierno avanzar con un ajuste tarifario, este año parecería no poder lograrse nada mejor que la cuestionable segmentación que se dio a conocer a la prensa durante esta semana y un ajuste generalizado de aproximadamente 20% (bien por debajo del aumento de la inflación y de los costos) para el resto de los usuarios.

Más allá de los cuestionamientos legales que el avance de esta estrategia de discriminación de precios y subsidios cruzados podría enfrentar dados los marcos normativos vigentes, el conjunto de usuarios alcanzados por la segmentación representa apenas un 10% del total de usuarios del sistema energético. Concentrándonos en el sistema de energía eléctrica, para eliminar por completo los subsidios a la generación de los cuales actualmente este subgrupo se beneficia habría que incrementarle el valor de su factura eléctrica un 130% aproximadamente y luego, para que no vuelvan a tener que ser subsidiados, ir siguiendo el camino que marque la inflación a lo largo del año, que no estará por debajo del 50% del año pasado. Considerando ambos factores el aumento en 2022, versus los valores promedio de 2021, superaría el 240%. Y todo esto sin considerar actualizaciones para los componentes del transporte y la distribución que en el AMBA representan cerca del 30% de la tarifa antes de impuestos.

Ahora bien, aun suponiendo que lo expuesto anteriormente fuera legal y políticamente viable, eso solo recaería sobre el 10% de los usuarios mientras que para el otro 90% no podría haber aumentos superiores al 20% nominal, según los trascendidos. Pero un aumento del 20% en un contexto de inflación promedio del 55% en realidad implica un nuevo año de atraso tarifario y, en consecuencia, de aumento de los subsidios y no de reducción. La cuenta no es muy difícil: si al 10% se le elimina por completo los subsidios, pero al 90% se le incrementa es imposible que haya una reducción neta de subsidios. Según nuestras proyecciones, con el esquema tarifario que el gobierno estaría impulsando, lejos de lograr un ahorro en subsidios debería incrementarlos a lo largo de este año, llegando a superar los 14.000 millones de dólares, monto similar al de 2016 cuando el ajuste tarifario del exministro Aranguren recién comenzaba.

Las implicancias de todo esto son centrales para el acuerdo con el FMI y el devenir de la macroeconomía. Si el componente del gasto público donde mayor consenso habría para avanzar en una corrección no estaría pudiendo reducirse, se incrementan las dudas sobre la factibilidad del cumplimiento de la meta fiscal del 2,5% del PBI. Difícilmente pueda haber ahorro en otras partidas, más allá de algunos restos de gastos vinculados al COVID, sin reformas sustanciales que el gobierno ya ha expresado no estar dispuesto a implementar. Un ejemplo claro es el de las prestaciones sociales indexadas por fórmula previsional (que representan la mitad del gasto primario). Dado el aumento ya conocido para el mes de marzo, durante los meses de marzo, abril y mayo, las prestaciones sociales estarán creciendo interanualmente a una tasa del 59%. La única manera de que esto no implique un incremento del déficit es que los recursos estén creciendo igual o por encima. Y esto último solo sería posible con un fuerte crecimiento de la actividad económica real (la esperanza del gobierno) o con una aceleración de la tasa de inflación que actualmente ronda el 50% y debería acelerarse en 10 puntos. Por un lado, a la hipótesis oficial del crecimiento económico, habría que contrastarle la siguiente pregunta: ¿cuáles son los drivers sobre los que descansaría el crecimiento de la economía argentina en 2022? Por otro lado, cumplir la meta a costa de mayor inflación no es una solución al déficit fiscal sino un parche que requiere de que año a año la tasa de inflación sea cada vez más alta. El escenario luce complicado.

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