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Se termina el 2020, ¿lo peor ya pasó?

El año 2020 quedará en la historia mundial como un año trágico. La irrupción de la pandemia puso en jaque a todos los países del mundo y a las pérdidas humanas se sumaron las pérdidas económicas como consecuencia de las medidas de aislamiento decididas por todos los gobiernos para detener la expansión del virus COVID-19.

Argentina fue uno de los países más castigados en ambos aspectos. Si bien en este momento nos ubicamos por debajo del puesto 10 a nivel mundial en el índice de fallecimientos por millón de habitantes, esto es solo consecuencia del impacto de la segunda ola en los países desarrollados que aún no impactó en nuestro país pero que sería inevitable según los especialistas. Antes de este episodio, Argentina se ubicaba en el puesto número cuatro en todo el mundo por muertes sobre habitantes totales.

Simultáneamente, la recesión mundial que promedió el año con una contracción del 4,4% del producto bruto global y el 8,2% del producto bruto de Latinoamérica cerrará el año entre el -11% y -12% para la economía argentina. Es decir que en términos económicos nuestro país también se encontrará entre las 10 economías más golpeadas del mundo. Las consecuencias laborales y sociales de semejante hundimiento de la actividad son claras: la tasa de desempleo corregida por inactividad llegó a casi el 30% en el segundo trimestre del año y se ubicó en el 20% en el tercero, mientras que la tasa de pobreza superó el 43% en el peor momento de la cuarentena y cerraría el 2020 en torno al 41%, lo que significa la mayor tasa de pobreza de los últimos 15 años.

A diferencia del resto del mundo, en Argentina este año recesivo fue el final de una década entera sin crecimiento económico. Luego de haber registrado una expansión en el año 2011, la economía argentina no ha sido capaz de encadenar dos años consecutivos con variaciones positivas en el PBI lo que implicó una contracción del PBI per cápita del 18% en los últimos diez años. Este fenómeno es conocido comúnmente como “década perdida”, concepto que se popularizó en los 80 para describir la mala performance de todas las economías latinoamericanas. Las particularidad es que, en esta oportunidad, excluyendo el trágico caso de Venezuela, todos los países del continente crecieron a lo largo de toda la década con las únicas excepciones de Brasil y Argentina. Es decir que, a diferencia de aquella vez, este no es un fenómeno regional, lo que indica que sus causas deben buscarse en las propias políticas económicas y no en variables externas.

Sobre este escenario de decadencia económica nos encontramos hoy concluyendo el 2020 e intentando visualizar algo en el horizonte del 2021. Tomados por la coyuntura, la primera variable que se considera es la posibilidad de una segunda ola del virus que intente volver a ser enfrentada por las autoridades mediante confinamientos sociales y cierres de actividades económicas. Si esto ocurriera, el impacto sobre una economía ya muy golpeada sería profundo aun cuando es impensable que la intensidad de las restricciones se asemeje a la de los primeros meses del año 2020.

Pero aún con esta variable sanitaria fuera del análisis, la economía argentina enfrenta innumerables desafíos y está dando señales muy negativas en el último tiempo que complicarán el desarrollo del 2021 y los años siguientes. En primer lugar, los tres grandes desequilibrios macroeconómicos de corto plazo que tendrán que ser corregidos cuanto antes o la propia economía se encargará de digerirlos en un nuevo episodio de crisis. El año concluirá con un déficit fiscal total de casi 9 puntos del PBI, habiendo sido financiado en su totalidad con emisión monetaria lo que deja a la economía sobre monetizada (como consecuencia de una moneda que no es demandada por el público). La caja de resonancia de estos desequilibrios es el mercado cambiario que aún con los estrictos controles cambiarios impuestos está bajo presión permanente y con una brecha que parece haber encontrado un piso en 70%.

Lejos de señalar un horizonte de corrección de estos desequilibrios, las últimas medidas tomadas por el gobierno están transformando un problema de corto plazo en un problema de desbalance fiscal estructural. Esta semana, mientras en el Senado se aprobaba la ley de IVE, con algo menos de atención pública en la Cámara de Diputados se estaba ratificando una nueva fórmula de movilidad de las prestaciones sociales. De esta fórmula depende la evolución del 55% del gasto público primario del gobierno nacional, equivalente a 10 puntos PBI, lo que la hace por lejos la “palanca” fiscal más importante de todo el presupuesto nacional. El diseño de esta fórmula genera una situación casi ridícula. La única manera de que el gasto en jubilaciones, pensiones y el resto de las prestaciones se mantenga estable como porcentaje del PBI y no se vuelva explosivo es que la economía no crezca. Por el contrario, suponiendo un escenario de estabilización económica y crecimiento moderado (en torno al 3% anual), el gasto en prestaciones sociales experimentaría una dinámica fuertemente expansiva, haciéndolo crecer en pocos años en más de 3 puntos del PBI. Esto significa claramente, una expansión del gasto infinanciable por lo cual se estaría conduciendo a la economía a una nueva crisis fiscal.

Interactuando con la política macroeconómica, también se pueden identificar una serie de políticas sectoriales o más específicas que se fueron acumulando a lo largo de este año que están lejos de generar optimismo sobre el futuro. En relación a la política energética, el regreso de la estrategia de congelamiento de tarifas (junto con un escenario internacional negativo para el sector) ha vuelto a generar un proceso de desinversión y parálisis en el sector. En el plano de la política aerocomercial, la salida de seis aerolíneas del mercado argentino, junto con el cierre de El Palomar son hechos que hablan por sí solos: todo indica que el modelo de cielos abiertos vuelve a ser reemplazado por el monopolio de Aerolíneas Argentinas, con las conocidas consecuencias de un mercado concentrado. Al mercado laboral que ya era uno de los más rígidos del mundo, se le siguieron sumando intervenciones en el contexto de la pandemia pero que ahora parecen difíciles de ser removidos. Al mismo tiempo, el retroceso en procesos de simplificación burocrática junto con la eliminación de la figura de las SAS para la apertura de sociedades ha hecho retroceder los pocos puestos que se habían avanzado en materia de libertad económica. Por último, en esta semana se sumó un nuevo anuncio que ya es un viejo conocido en la política agropecuaria del kirchnerismo. La suspensión repentina de la exportación de maíz vuelve a generar los efectos distorsivos en los precios internos y tendrá un impacto negativo sobre la superficie sembrada en las próximas campañas, lo que generará una menor oferta de dólares por vía de las exportaciones del sector. Hay que recordar que en el período 2015-2019, cuando estas arbitrariedades oficiales habían sido eliminadas la producción del cereal pasó de unas 30 millones de toneladas por campaña a casi 60 millones de toneladas.

Por su parte, junto con la suspensión por un año más del Consenso Fiscal firmado entre el Estado Nacional y las provincias para reducir impuestos provinciales, se han registrado 15 nuevas creaciones o aumentos de impuestos ya existentes. Estos van desde el impuesto a las transacciones en moneda extranjera, hasta la suspensión de la rebaja de cargas sociales, el aumento de impuestos internos a los electrónicos, el incremento de retenciones, el impuesto solidario a la riqueza, etc.

Todos estos elementos de política económica interna contrastan con un escenario internacional que luce mucho más prometedor que lo que podría haberse imaginado unos meses atrás. Los precios internacionales de los commodities agrícolas están en máximos de los últimos seis años y, como consecuencia de las expansiones monetarias implementadas por los bancos centrales del mundo desarrollado, la liquidez global permite el acceso a plata fresca abundante y a tasas muy bajas.

Otro actor relevante al momento de pensar la performance económica del año 2021 es el Fondo Monetario Internacional. El gobierno busca renegociar los vencimientos con el organismo y llegar a un nuevo acuerdo en el primer semestre del año. Cuánto podrá condicionar la política económica del gobierno no queda claro ya que el organismo no tiene elementos concretos de enforcement y en cuestiones medulares como la fórmula de movilidad comentada previamente ya ha quedado expuesto que el Fondo no pudo tener injerencia.

Así las cosas, las perspectivas para el 2021 no son alentadoras. Si bien podría pensarse en una recuperación leve de la economía luego de un año de profunda caída, esto no sería mas que un efecto de rebote como consecuencia de la normalización de la economía y no un crecimiento genuino que pueda mejorar la situación de forma considerable. Más aún, si el gobierno no logra comenzar a corregir al menos gradualmente los desequilibrios macroeconómicos no hay que descartar la posibilidad de que se experimente una nueva crisis cambiaria, con aceleración inflacionaria y una interrupción incluso del mínimo rebote del ciclo económico. Este escenario es el que hoy el gobierno busca evitar bajo cualquier circunstancia en los meses previos a las elecciones de medio término. Sin embargo, el propio accionar cortoplacista para conseguir este objetivo podría complicar aún más el escenario posterior a las elecciones.

Ampliando algo más el horizonte, e independientemente de lo que pueda suceder el año que viene, hasta que no se implemente y se complete un programa de estabilización y se corrijan los sesgos de la política económica, Argentina no podrá recuperar una dinámica de crecimiento sostenido. Los equilibrios políticos dentro de la coalición de gobierno hacen difícil imagina ese escenario al menos hasta 2023. Con todo esto sobre la mesa, el mayor deseo a futuro es que al menos evitemos encadenar dos décadas perdidas.

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